
Como un enjambre después de recibir la pedrada de un niño, así sentí caer sobre mí las miradas de los presentes.
El comité de dirección había prolongado durante casi seis horas la escenificación del auto de fe: lisonjeándose unos a otros, desviando hábilmente responsabilidades, con esporádicos golpes de pecho, más como gesto de dominio que de contrición, y por fin, expresando su gran visión sobre el futuro de la compañía.
Así que, cuando el presidente preguntó si alguien tenía algo que decir antes de proceder a la firma de las condiciones del despido colectivo, no pude evitarlo, levanté levemente mi mano, le miré a los ojos y dije: “sois unos cabrones”.