Nos saludamos con las manos, las tocamos en un choque muy suave. Traigo mi sonrisa, me la he puesto minutos antes de entrar en la habitación. Prefiero estar callado. Me cuesta decir lo que no pienso. Como si él no supiera la verdad. Pero todos participamos del juego absurdo. Cuando al final me quedo a solas con él, me quito la sonrisa, él hace lo propio.
Me confiesa su hartazgo de tanta pantomima, aunque intenta entenderla. «¿Por qué se engañan?» “¿Para quién es mejor, para ellos o para mí?” me pregunta. “Para ellos, sin duda”, le contesto yo. «No están preparados».
“Ayúdame a levantarme, necesito asomarme a la ventana” me dice. Fuera es otoño, llueve suavemente y las hojas inundan el suelo. “La de tardes que he perdido en casa por auténtica pereza y lo que daría ahora por poder tocar esas hojas”. piensa en voz alta. “Pronto volverás a tocarlas” le digo sinceramente. No dice nada, mientras mira ensimismado a través de la ventana.
Pasan unos minutos y la enfermera trae la cena.
«Un día más» le dice ella.
«Un día menos» le contesta él.