El plan estratégico hacía aguas por varias partes, el desarrollo de tecnología no parecía el apropiado a los objetivos de producción, que a su vez eran pura demagogia, absorbidos por unas cifras de ventas excesivamente optimistas. La financiación del proyecto no era sólida y para colmo el personal de base, carecía de la formación suficiente para afrontar los cambios en las tareas.
A través de mi jefe el señor Gómez acudí a la reunión del comité de dirección que iba a evaluar el proyecto. Mi misión de apoyo consistía en mostrar los modelos de cálculo financiero y econométrico de las variables implicadas en base a distintos escenarios. Mi habilidad me permitía modificar dichas variables y obtener resultados en cuestión de minutos.
En un momento de la reunión me decidí a pedir la palabra, ante el asombro de los miembros del comité, ya que yo nunca hablaba salvo lo estrictamente necesario.
Como me permitieron hablar, expuse claramente los problemas de un plan excesivamente arriesgado y que podría colocarnos en desventaja frente a los competidores. Ajusté las hipótesis de ventas, costes, márgenes, precios y por supuesto producción, demostrando que nuestros objetivos eran peligrosamente ambiciosos pero proponiendo varias alternativas que aligerarían la carga financiera y racionalizarían la estructura productiva.
En ello estaba cuando el director general, señor Crespo, dio un sonoro puñetazo en la mesa, diciendo:
– Estoy harto Gómez, le recuerdo que este elemento se le asignó para trabajar no para pensar, porque para pensar ya estamos nosotros, que somos el comité de dirección. Así que proceda…
Gómez replicó,
– Creo señor Crespo que deberíamos escucharle, hay factores que se nos escapan…
– Que proceda coño, grito el director general.
Y Gómez abrió mi caja de fusibles de concatenación y arrancó el correspondiente a mi función de habla. Cabreado con la situación, decidí bloquear mi sistema operativo, paralizar mis placas y entrar en bucle.
Uno es un robot, pero tiene dignidad.