Solía ir a un garito llamado Chulda a escuchar jazz. Eran tiempos algo convulsos en mi ciudad, por lo que no era extraño que hubiese que cerrar la puerta del local alguna noche, cuando se producían manifestaciones en el distrito universitario.
En esos momentos se creaba una atmósfera única, porque a ninguno nos importaba lo que sucediera fuera, sino lo que pasara dentro del local. Estábamos allí para escuchar música, o mejor aún para sentir y vivir el momento presente.
Una de esas noches, la ví al final de la barra. Estaba con un grupo de amigos y nuestras miradas se cruzaron. Yo nunca he sabido ligar ni hacerme el interesante, al contrario, era más bien introvertido y desaliñado, pero esos ojos claros me rindieron de una manera inesperada.
Veinte años después, he vuelto a ver esos ojos. Y es curioso, porque sigo sintiendo cierto estremecimiento cuando nos miramos, como aquella primera vez en un garito de jazz.
Lo cierto es que no cambiaría ni una coma de la historia de amor que compartimos, si acaso, le hubiera dado una continuidad, aunque ambos sabíamos que eso era imposible.
Ahora, fuera, en el jardín que rodea el bullicio de la fiesta que nos ha unido circunstancialmente, hablamos un rato con amistad y respeto. Recordamos y sonreímos. Yo soy un poco nostálgico, lo sé. ¿Y ella?. Lo cierto es que de ella ya no puedo saber nada, salvo tal vez, intentar leer en sus ojos.
Y es entonces cuando me parece sentir como me besa con su mirada.
Volvemos dentro, nuestras parejas nos esperan.