Solo fui feliz contigo unas pocas semanas. Cada uno desempeñaba su papel, como si de un guión se tratase, escrito por el más rebuscado guionista. Tú, yo y nuestra hija. Tú papel era el de maltratador y el mío el de mujer sumisa, desde que hace mucho tiempo, escuché a mi madre decirme, “hija, ten paciencia, es normal…” o “algo habrás hecho”. Por eso desarrollé un sentimiento de culpa que me ha acompañado toda mi vida. Siempre humillándome. Siempre anulándome.
Recuerdo el primer día que me pegaste, venias bebido del bar y me acusaste de tener miraditas con mi primo Ezequiel. Y me creí mi papel hasta el último día. Sin embargo, no fui capaz de buscar soluciones sujeta como estaba a las miradas de la gente del pueblo y a los comentarios y a la falta de apoyo de mi madre y sobre todo al miedo sobrecogedor que te tenía, fui muy cobarde, pero teníamos una hija maravillosa que me compensaba con creces. No olvido el día que vino del colegio y yo estaba aún sangrando por la nariz. Recuerdo su carita de pena y sus abrazos. Y recuerdo –como no- mis mentiras…”ay niña mamá ha tropezado con la puerta, que torpe soy…” y hasta sonreía para dar más fuerza a mi engaño.
Nunca fui capaz de hablar con mi hija, ni siquiera de adulta, me daba miedo y por qué no decirlo me daba vergüenza, mucha vergüenza. El día que mi pequeña ya hecha una mujer me preguntó “¿mamá que te pasa, tienes una tristeza permanente en tu mirada?” “¿mamá hay algo que quieras contarme?”… “No pasa nada, son cosas de la edad”, la contesté mintiéndola… a mi propia hija…
Ahora liberada de ti por el destino, no por mi valor, abro la botella de anís y bebo una copita. Visto de luto pero sonrío por dentro. Tal vez no sea lo correcto, pero es lo que me pide el corazón y ahora descanso como hacía años. La gente me mira con cara de pena, me besan, me abrazan y yo les sigo la corriente. Por fortuna, el destino ha decidido por mí, puede que bastante tarde, pero no me quejo y se lo agradezco. Solo me falta hablar con nuestra hija y confesarle mi sufrimiento silencioso. O quizás no deba hacerlo. Tal vez la deje tener el recuerdo de un padre muy diferente del que realmente fue. Tal vez sea mejor llevarme mi secreto conmigo. Y mientras lo pienso, me voy a tomar otra copita de anís.