Creo que en el corazón de un veinteañero actual como mi hijo, caben muchos principios y modos de ver la vida que podrían ser compartidos con aquél otro veinteañero que fui hace unos “cuantos” años. Lo sé porque con mi hijo hablo mucho y de muchos temas. Y por supuesto que discrepamos y tenemos puntos de vista diferentes como es lo lógico y natural. Eso sí, los defendemos con pasión argumental, pero siempre con respeto y con cariño. Él aprende de mí y yo aprendo y mucho de él. Siempre respetando nuestros respectivos espacios.
También mi padre fue un veinteañero en la España más difícil posible, años oscuros en una España oscura. Si algo aprendí de mi padre fue a no juzgar a nadie y a ponernos en el lugar del otro para intentar comprender sus posturas. Mi padre –ya fallecido- era un hombre excepcional, hecho a sí mismo en un momento verdaderamente difícil. No tuvo tiempo ni posibilidades de estudiar porque comenzó a trabajar de muy joven. Pero era un hombre lleno de inquietudes que le hicieron aprender de todo, lo que unido a su intuición y esfuerzo le permitió formarse en una universidad que no da títulos, la universidad de la vida.
Y yo fui un veinteañero en la época de la transición política, en la que me impliqué mucho en mi etapa universitaria, en unos años que se llamaron los de la “movida” con un aperturismo desconocido en aquella España que tenía tantas ganas y necesidades de cambios; en la que el ansia de libertad primaba sobre cualquier otra necesidad. Una época en la que el pop y el rock nacional eran casi una religión y en la que a falta de otros recursos, probábamos nuestra capacidad imaginativa casi a diario.
Y aunque los veinte años de mi padre no fueron los mismos que los míos, ni estos fueron iguales a los actuales de mi hijo, estoy convencido de que hay edades en las que la naturaleza humana y especialmente la juvenil, nos hace compartir muchas ilusiones comunes, todas ellas matizadas, con las vivencias de cada momento en el espacio temporal e histórico que nos toca vivir.