La maqueta del barco

 

«Ya voy….» gritó para sí mismo, pero cuando llegó dificultosamente al teléfono, la llamada ya se había cortado. Era tan extraño que recibiera llamadas, que miró con ilusión el número por si era su hijo. Pero no fue así. Era un número largo, seguramente publicidad. 

Con desilusión volvió despacito a su cuarto a seguir trabajando sobre la maqueta de un barco que comenzó hace años. Era para su nieto Andresito de trece años. Bueno no… de trece no, ya debía tener por lo menos dieciocho. Hacía cinco años que no le veía.

Suspiró profundamente. A su edad ya ni siquiera le salían las lágrimas.

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La boda de Neera

Neera no podía contener su nerviosismo. Hoy era el día de su boda acordada con un hombre que casi le triplicaba la edad y con el que no había intercambiado aún ni una palabra más allá de unas muecas, mezcla de sonrisa y desprecio en respuesta a sus miradas lascivas.

Abida, su esclava africana, le ayudaba a lavarse el cuerpo con una esponja untada de los aceites más suaves y olorosos. Era muy discreta y aún en esa actitud, sufría por su pequeña ama Neera a la que había visto nacer hacía dieciséis años.

Neera no pudo evitar comenzar a llorar y así, enormes lagrimones teñían de sufrimiento su cara, cuando Abida, como era la costumbre, afeitó su pubis, para que fuera del agrado de su futuro marido.

Y también lloraba, porque recordaba el cariño que sentía por Tassos su vecino y amigo, acompañante de juegos, el chico con el que nació una sincera llama de amor compartida, ya casi imposible de mantener y que ahora se encontraba enrolado en el ejército griego donde su padre le envió para que su amor por Neera no diera lugar a habladurías ni a locuras juveniles, una vez que la familia de la chica había alcanzado tan generoso acuerdo de matrimonio con el noble Fidias.

Una vez ungida como marcaba la tradición, Abida hizo algo insólito en una esclava. Agarró con fuerza la mano de Neera y se la besó en señal de cariño y deseo de suerte. Cruzó con ella una larga mirada, sin mediar palabra alguna. Y salió de la habitación para que la chica descansara.

Sola se quedó Neera, sollozando. Su futuro estaba escrito por otros, aunque tal vez, aún podría decir su última palabra.

Cuando su madre entró en su cuarto, la encontró tendida en el suelo, con una leve sonrisa en la cara, una cara de paz y sosiego. En su mano, restos de una planta venenosa, la acónita.

Puede que Neera la hubiera robado del almacén de su padre, o puede que alguien, la hubiera colocado en su mano, otorgándole cuando menos la posibilidad de decidir sobre su vida.

Veinte años

Creo que en el corazón de un veinteañero actual como mi hijo, caben muchos principios y modos de ver la vida que podrían ser compartidos con aquél otro veinteañero que fui hace unos “cuantos” años. Lo sé porque con mi hijo hablo mucho y de muchos temas. Y por supuesto que discrepamos y tenemos puntos de vista diferentes como es lo lógico y natural. Eso sí, los defendemos con pasión argumental, pero siempre con respeto y con cariño. Él aprende de mí y yo aprendo y mucho de él. Siempre respetando nuestros respectivos espacios.

También mi padre fue un veinteañero en la España más difícil posible, años oscuros en una España oscura. Si algo aprendí de mi padre fue a no juzgar a nadie y a ponernos en el lugar del otro para intentar comprender sus posturas. Mi padre –ya fallecido- era un hombre excepcional, hecho a sí mismo en un momento verdaderamente difícil. No tuvo tiempo ni posibilidades de estudiar porque comenzó a trabajar de muy joven. Pero era un hombre lleno de inquietudes que le hicieron aprender de todo,  lo que unido a su intuición y esfuerzo le permitió formarse en una  universidad que no da títulos, la universidad de la vida.

Y yo fui un veinteañero en la época de la transición política, en la que me impliqué mucho en mi etapa universitaria, en unos años que se  llamaron los de la “movida” con un aperturismo desconocido en aquella España que tenía tantas ganas y necesidades de cambios; en la que el ansia de libertad primaba sobre cualquier otra necesidad.  Una época en la que el pop y el rock nacional eran casi una religión y en la que a falta de otros recursos, probábamos nuestra capacidad imaginativa casi a diario.

Y aunque los veinte años de mi padre no fueron los mismos que los míos, ni estos fueron iguales a los actuales de mi hijo, estoy convencido de que hay edades en las que la naturaleza humana y especialmente la juvenil, nos hace compartir muchas ilusiones comunes, todas ellas matizadas, con las vivencias de cada momento en el espacio temporal e histórico que nos toca vivir.

 

La maleta

Nunca me ha importado hacer la maleta, de hecho siempre he sido muy práctico con lo que había que meter dentro.

Ahora salgo de viaje una vez más y sin embargo, tengo dudas sobre que llevarme.

Estaba doblando los recuerdos cuando he pensado si llevármelos todos o solo unos cuantos, como he hecho, por ejemplo, con los sentimientos, que no me los llevo todos, porque hay algunos que ya no me «quedan bien», que en su momento fueron importantes, pero que tuve que olvidarlos para intentar salir adelante.

De las emociones me llevo solo las escogidas, incluso si contienen algunas  lágrimas aunque no quisiera que me las vieran en el control de equipajes.

Sucede que los recuerdos van asociados a sentimientos y a emociones y si llevo lo uno, tengo que llevar lo otro. ¡A ver cómo puedo solucionarlo!

Lo que en principio no me llevo es la nostalgia, ni el miedo, ni el desánimo.

Y lo que tengo claro, es que voy a dejar un hueco para poder meter allí la felicidad, por si acaso me la encuentro a lo largo del viaje.

 

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La enredadera

Te conocí una tarde de invierno. No le diste tiempo al tiempo, ni tampoco a mí. 

Yo soy más lento y te lo dije. Tú fuiste más rápida y me lo demostraste.

Trepaste por mis emociones, pegada a mis sentimientos como una enredadera, demasiado cerca, demasiado apretada.

Yo sentía tanto placer como agobio.

Intenté alejarte, pero no pude, por lo que no tuve más remedio que podar tus formas.

Te enfadaste, pero ahora ya puedo respirar de nuevo.