Neera no podía contener su nerviosismo. Hoy era el día de su boda acordada con un hombre que casi le triplicaba la edad y con el que no había intercambiado aún ni una palabra más allá de unas muecas, mezcla de sonrisa y desprecio en respuesta a sus miradas lascivas.
Abida, su esclava africana, le ayudaba a lavarse el cuerpo con una esponja untada de los aceites más suaves y olorosos. Era muy discreta y aún en esa actitud, sufría por su pequeña ama Neera a la que había visto nacer hacía dieciséis años.
Neera no pudo evitar comenzar a llorar y así, enormes lagrimones teñían de sufrimiento su cara, cuando Abida, como era la costumbre, afeitó su pubis, para que fuera del agrado de su futuro marido.
Y también lloraba, porque recordaba el cariño que sentía por Tassos su vecino y amigo, acompañante de juegos, el chico con el que nació una sincera llama de amor compartida, ya casi imposible de mantener y que ahora se encontraba enrolado en el ejército griego donde su padre le envió para que su amor por Neera no diera lugar a habladurías ni a locuras juveniles, una vez que la familia de la chica había alcanzado tan generoso acuerdo de matrimonio con el noble Fidias.
Una vez ungida como marcaba la tradición, Abida hizo algo insólito en una esclava. Agarró con fuerza la mano de Neera y se la besó en señal de cariño y deseo de suerte. Cruzó con ella una larga mirada, sin mediar palabra alguna. Y salió de la habitación para que la chica descansara.
Sola se quedó Neera, sollozando. Su futuro estaba escrito por otros, aunque tal vez, aún podría decir su última palabra.
Cuando su madre entró en su cuarto, la encontró tendida en el suelo, con una leve sonrisa en la cara, una cara de paz y sosiego. En su mano, restos de una planta venenosa, la acónita.
Puede que Neera la hubiera robado del almacén de su padre, o puede que alguien, la hubiera colocado en su mano, otorgándole cuando menos la posibilidad de decidir sobre su vida.